La chica de mis miedos

Paseaba elegante por Quintana como un delfín dando tumbos sobre las olas. La oscuridad conquistaba cada rincón de la calle y el silencio tan solo era roto por una joven y su guitarra que todavía lloraban por Krahe.
La noche de Madrid es triste. Es un beso nunca dado. Una lágrima sin rostro que recorrer. Una esdrújula que no han acentuado. El ululo silencioso del viento.
Ella, con sus labios carmesíes y sus pasos canónicos, excitaba mi corazón y hacía de él una trémula y trágica traca de fuegos artificiales.
Por desgracia, tengo miedo a las llamas.
La seguía a paso ligero mientras cruzaba la calle Alcalá. Sus dedos chiquititos hundían las llaves en la cerradura del portal 42 y, tras ella entrar, corría como si mi vida dependiera de ello para evitar que la puerta se cerrase. «¿Subes?», preguntó desde el ascensor al verme aparecer. Lástima mi claustrofobia.
Se dirigía a la azotea.
Ascendí, sofocado, todos y cuantos peldaños se interpusieron en mi camino. Allí se encontraba, reinando un Madrid vacío desde el Círculo de Bellas Artes, acompañada por Minerva.
«Acércate», dijo desde el borde de la azotea mientras me extendía la mano. «No puedo», respondí huyendo de la escena del crimen. Maldito vértigo.
   Corrí tan rápido como pude, pero aun así mis pensamientos fueron más veloces que yo: me arrepentí. Paré de golpe sin saber ni importar dónde me encontraba. Lo siguiente que recuerdo es el sonido de un frenazo, un fuerte dolor de cabeza y más oscuridad de la que Madrid podría albergar.
«¿Tantas oportunidades necesitas para vencer tus miedos?». Era la estrella más bonita que podía iluminarme. También era la única.
«Dame una más», dije. «Si lo quieres mi corazón es tuyo»

«Lo siento, tengo miedo a la oscuridad» me respondió desapareciendo en la penumbra con una sirena como banda sonora.

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